Llegando al camping, después de bajar una cuesta considerable desde el pueblo de Trept, me doy cuenta de que me falta una herramienta básica en mí día a día, la pastilla de jabón. Llevaba ya una semana acordándome todos los días de la pastilla de jabón, y cada día me decía, “mañana la compro”. “Mañana” nunca se hizo “hoy” y así me fue que llegué al primer día en el que necesité ducharme y no tenía con que limpiarme. Me pareció adecuado empezar el viaje manteniendo unas normas mínimas de higiene así que ese día cambié el “mañana” por “luego”. Así que decidí hacer el registro en el camping, montar la tienda y darme un baño antes de subir al pueblo otra vez. El camping “Les 3 lacs du soleil” como bien indica su nombre son tres lagos juntos con zonas de acampada en el medio y una zona recreativa de toboganes en un extremo. Como un mini acuapark donde se pudiera hacer noche. No estaba excesivamente lleno y al ser aun temprano pude elegir sitio para poner la tienda de entre algunos lugares libres. Después de inspeccionar cada uno y elegir aquel que tenía menos hoyos y piedras, instalé la tienda de campaña.
Pasé la mañana cansado como un
zombi yendo de la zona de acampada a la zona de baño, andando como un pato con
mis chanclas de goma que me cortaban la piel entre el dedo gordo y el segundo
dedo del pie. Fueron las chanclas más baratas del decathlon, por un euro más
podría haber comprado las que tienen la cuerda de tela y que no cortan, pero
tacaño de mí que elegí las otras. A eso de las cinco me tocó subir de vuelta al
pueblo a por el jabón, que compré en una farmacia pero donde se me olvidó de
comprar unos tapones para los oídos, y ahí sí que mantuve mi filosofía del “mañana”.
Cené una pizza en el restaurante
del camping y me fui directo a la tienda, deseando ya dormirme y despertarme al
día siguiente descansado y fresco. Eran eso de las diez de la noche cuando
entré en la tienda y aunque en España aún sería de día, considerando que estábamos
en Julio, allí ya estaba anocheciendo. No había mucho ruido en el camping. Ya
estaba yo tumbadito sobre el saco de dormir, bostezando y cerrando los ojos,
hasta que de repente empieza a sonar música a todo volumen desde la terraza del
camping. “No me lo creo” pensé. Aunque la verdad es que vi durante toda la
tarde como montaban un pequeño escenario con altavoces y micrófonos pero en
ningún momento caí en la cuenta de que fueran a dar un concierto esa noche. Pues
sí, hasta la una de la madrugada cantando y aplaudiendo todo el camping reunido
a unos cien metros de mi tienda. Al principio intenté quedarme dormido pensando
que el cansancio sería más potente, pero no. Al igual que con Abdullah, el
ruido y los cambios de volumen entre canción y canción me despertaban de golpe
cuando empezaba a quedarme dormido. Así que saqué uno de los tres libros que me
había traído para el viaje y empecé a leer hasta que acabó el conciertazo en el
que tocaron los grandes éxitos de la chançon française y de clásicos en español
que ya no me acuerdo.
Sobre las ocho de la mañana me
desperté ilusionado por empezar a pedalear en dirección hacia los Alpes. Ya,
cada kilómetro que hiciese me acercaría un poco más a esas montañas increíbles
que me quitan el sueño cada vez que pienso en sus puertos y carreteras. Cargué
a Rocinante lo más rápidamente que pude y fui a recoger los croissants que había
encargado el día anterior, porque debéis saber que en Francia cuando te
registras en un camping, aparte de preguntar por el dinero, te preguntan
también si quieres encargar pan o croissants para la mañana siguiente. Recogí entonces
la bollería y la acompañé con un café expreso para después coger la carretera
en dirección a Morestel.
Llegué al pueblo con la idea de
tomarme otro cafetito en el centro del pueblo para reposar y admirar lo que
hubiera que admirar. En el cruce donde se juntaban las carreteras principales
de la zona vi una terraza que se adecuaba a mis intereses, así que apoyé la
bici en una pared y me senté en la terraza. Teniendo mucho cuidado de no
equivocarme en pedir un café con leche, como fácilmente haría en España, pedí
mi café expreso, único café asequible que podía pedir en Francia o en Italia si
no quería gastarme más dinero en cafés que en campings. Y es que esta lección
la aprendí junto con mi primo tres años atrás cuando nos sablaban el dinero por
cada café con leche, que puede llegar a costar más hasta tres veces el precio
de un café expreso. Es cuestión de conceptos, en España cuando pedimos un café
con leche nos lo ponen en un vaso de unos 20cl, tamaño caña. Sin embargo en
Francia sobre todo cuando pides “caffe au lait”, café con leche, te ponen un
tazón típico de cereales nuestro con la misma cantidad de café que el de un
café expreso y el resto de leche. ¡Con dos cafés con leche allí se ventilan un
bric entero!
Morestel se encuentra coronado
por una gran torre medieval que se desde lejos, a la cual me acerqué a ver y
gracias a eso descubrí en una plaquita que el pueblo era el enclave más
importante del País de los Colores de Francia. Por él habían pasado muchos
pintores y era famosa por el gran número de exposiciones que acogía, yo como
iba con la bici no iba a entrar en ninguna pero paseando por las calles,
empujando más bien la bici cuesta arriba, encontré La Maison Ravier. Una gran
casona que dominaba una de las zonas altas del pueblo y la que supuse que
habría sido de algún pintor o alguien famoso ya que estaba muy bien conservada
y era destinada a exposiciones y abierta al público. Entré en el gran patio
buscando sobre todo una buena panorámica ya que el montículo miraba hacia el Parque
Nacional de la Chartreuse, que es un macizo enorme de montañas que conforman el
sistema montañoso previo a los Alpes y donde dormiría ese día.
Saliendo de Morestel, siempre
dirección Este, alcancé el rio Ródano, el rio más caudaloso de Francia, que
nace en los Alpes suizos y muere en el mediterráneo, formando un delta y
marismas similares al formado por el Guadalquivir en Doñana y que es también
parque natural, el Parque natural regional de la Camargue.
Desde hace años en Europa se
empezó a tomar conciencia del cicloturismo y de cómo las diferentes regiones de
un país se podían beneficiar de este turismo. Para ello se creó un sistema de
grandes vías ciclables a lo largo y ancho del continente uniendo todos los
extremos. Se creó lo que se conoce como las EuroVélo, que son rutas que unen el
Cabo Norte en Noruega con Gibraltar, Lisboa con Atenas, Berlin con Palermo,
etc. Se diseñaron rutas aprovechando los carriles bicis ya existentes y se
adaptaron caminos y veredas para la circulación de bicicletas donde el contacto
con vehículos a motor fuera el menor posible. Aunque gran parte de estas rutas
no están completas ya que su planificación fue previa a la crisis, si que hay
muchos tramos construidos, sobre todos aquellos que bordean los cursos de los
grandes ríos. Ríos como el Ródano. Cuya vía EuroVélo es la número 13 y que
seguí durante pocos kilómetros ese día porque mi destino no estaba al borde del
rio pero que fue digna de mención ya que la vía me permitió desconectar y
liberar de la tensión, que aunque ya esté acostumbrado, producen los coches.
Mi destino ese día era llegar a
Les Échelles, a 60 kilómetros de Trept. Había decidido hacer caso a mi padre
que me había aconsejado comenzar poco a poco, ir subiendo la cantidad de
kilómetros cada día y no empezar directamente haciendo días de 100 kilómetros.
Pero bueno, eran aun las doce la mañana y aún quedaba bastante hasta Les Échelles.
Remonté el río Ródano hasta la desembocadura del río Guiers en él. Desde allí
continué hasta Romagnieu donde tuve uno de los momentos más felices de todo el
viaje. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto, me puse nervioso de lo feliz que
estaba. Paré a comer en un restaurante del pueblo, el cual era poco menos que
una aldea, pero claro ya soy perro viejo en esto de los viajes en bici y sé que
es mejor pararse a comer en un pueblo pequeño que en uno grande. Los
restaurantes que siguen abiertos en las aldeas tienen que ser muy muy buenos y
no excesivamente caros para que consigan atraer clientela y ser rentables. Me
paré en el primero que vi, y como era de suponer el único que había, cosa que
acabo de confirmar con Google Maps. Le Poulet se llamaba, tenía una pequeña
terraza con vitrina y aire acondicionado para protegerse del calor que hacía y
de la lluvia en invierno. Pero lo más interesante me esperaba dentro, por un
lado el lugar se divide en el típico bar de pueblo antiguo que no ha cambiado
en siglos y un comedor-museo lleno de recipientes de metal donde recoger la
leche de las vacas, además de utensilios del campo como un arado, una hoz, etc.
No puedo olvidar al gran pastor alemán que se encontraba echado no en la
terraza donde sería de esperar o en el bar, sino en el comedor, bajo una mesa más
chica que él y que nos miraba a los comensales con cara de pena esperando
recibir algún trozo de nuestra comida. Ese mediodía, el comedor fue compartido
por la reunión semanal de las abuelitas del pueblo, todas arregladas y
coquetamente maquilladas, por tres albañiles y por mí. Le Poulet merece mención
sobre todo por su postre, ¡qué postre señores! Recuerdo que al llegar al postre
me dijo algo de un dulce o queso, y como yo no soy muy goloso y me encanta el
queso lo tuve claro. Me esperaba un trozo de queso con un poco de pan todo
adornado rollo postre con algún tipo de dulce de membrillo u otra cosa, pero lo
que de ninguna manera me esperaba fue la tabla de quesos que me pusieron
delante. Tuve que preguntar cuanto podía coger porque me sentí un poco violento
al no saber cómo reaccionar. No voy a ponerme a nombrar los tipos de quesos
porque no sé los nombres pero fue increíble. La tabla medía medio metro de
largo por treinta centímetros de ancho y estaba repleta de diferentes tipos de
queso. ¡Qué alegría! La verdad es que tuve que contener. Por un lado podría habérmelos
comido todos y por otro lado sabía que me pondría malo, así que sintiéndolo
mucho solo los probé todos y no acabe con ellos.
Estuve gozando en Le Poluet hasta
las tres de la tarde, después de dos horas comiendo salí de allí con fuerzas
renovadas y sintiéndome pesado como un tonel. Pero tenía la solución ante tan
previsible resultado, unos cinco kilómetros más adelante encontré un prado en
cuesta mirando a las montañas y bajo una hilera de árboles extendí la esterilla
y me puse la mochila de almohada. Y allí en una sombra, rebosando de felicidad
por el queso, la brisa y las vistas me eché una siesta que ni el mismo rey en
su palacio.
Pasó el calor y con él bajó la
comida. No estaba ya lejos de Les Échelles pero lo que me quedaba no era fácil.
Desde donde estaba se veía a lo lejos una barrera pétrea formando la puerta de
entrada a la Chartreuse y conforme seguías con la vista las montañas hacia el
sur aparecía un tajo enorme en esa cordillera, era la Gorges de Chailles, la
garganta de Chailles. El rio Guiers bajaba por esa garganta desde Les Échelles
y yo tenía que subir por la carretera paralela. Era la primera cuesta decente
del viaje, una cagada en comparación con lo que vendría el día siguiente, y el
siguiente, y el siguiente, y …. Pero era la primera y sudé la gota gorda remontando
cada metro de esa garganta y el único consuelo, aunque también fue suficiente,
fueron las vistas. Ya estaba metiéndome en las montañas y el viaje se empezaba
a parecer a lo que yo me había ido imaginando los meses anteriores. Finalmente,
la garganta se abrió y dio paso a Les Échelles, en un valle enorme rodeado de
montañas cuyos picos no tenían nada que envidiar a los de los Alpes. Pero no
eran los Alpes, eran la Chartreuse y escondían otro secreto en su interior que
descubrí el día siguiente.
Ya estoy esperando la siguiente crónica, beoss
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