martes, 19 de septiembre de 2017

Crónica de un viaje alrededor de los Alpes, parte 3


Llegando al camping, después de bajar una cuesta considerable desde el pueblo de Trept, me doy cuenta de que me falta una herramienta básica en mí día a día, la pastilla de jabón. Llevaba ya una semana acordándome todos los días de la pastilla de jabón, y cada día me decía, “mañana la compro”. “Mañana” nunca se hizo “hoy” y así me fue que llegué al primer día en el que necesité ducharme y no tenía con que limpiarme. Me pareció adecuado empezar el viaje manteniendo unas normas mínimas de higiene así que ese día cambié el “mañana” por “luego”. Así que decidí hacer el registro en el camping, montar la tienda y darme un baño antes de subir al pueblo otra vez. El camping “Les 3 lacs du soleil” como bien indica su nombre son tres lagos juntos con zonas de acampada en el medio y una zona recreativa de toboganes en un extremo. Como un mini acuapark donde se pudiera hacer noche. No estaba excesivamente lleno y al ser aun temprano pude elegir sitio para poner la tienda de entre algunos lugares libres. Después de inspeccionar cada uno y elegir aquel que tenía menos hoyos y piedras, instalé la tienda de campaña.

Pasé la mañana cansado como un zombi yendo de la zona de acampada a la zona de baño, andando como un pato con mis chanclas de goma que me cortaban la piel entre el dedo gordo y el segundo dedo del pie. Fueron las chanclas más baratas del decathlon, por un euro más podría haber comprado las que tienen la cuerda de tela y que no cortan, pero tacaño de mí que elegí las otras. A eso de las cinco me tocó subir de vuelta al pueblo a por el jabón, que compré en una farmacia pero donde se me olvidó de comprar unos tapones para los oídos, y ahí sí que mantuve mi filosofía del “mañana”.



Cené una pizza en el restaurante del camping y me fui directo a la tienda, deseando ya dormirme y despertarme al día siguiente descansado y fresco. Eran eso de las diez de la noche cuando entré en la tienda y aunque en España aún sería de día, considerando que estábamos en Julio, allí ya estaba anocheciendo. No había mucho ruido en el camping. Ya estaba yo tumbadito sobre el saco de dormir, bostezando y cerrando los ojos, hasta que de repente empieza a sonar música a todo volumen desde la terraza del camping. “No me lo creo” pensé. Aunque la verdad es que vi durante toda la tarde como montaban un pequeño escenario con altavoces y micrófonos pero en ningún momento caí en la cuenta de que fueran a dar un concierto esa noche. Pues sí, hasta la una de la madrugada cantando y aplaudiendo todo el camping reunido a unos cien metros de mi tienda. Al principio intenté quedarme dormido pensando que el cansancio sería más potente, pero no. Al igual que con Abdullah, el ruido y los cambios de volumen entre canción y canción me despertaban de golpe cuando empezaba a quedarme dormido. Así que saqué uno de los tres libros que me había traído para el viaje y empecé a leer hasta que acabó el conciertazo en el que tocaron los grandes éxitos de la chançon française y de clásicos en español que ya no me acuerdo.

Sobre las ocho de la mañana me desperté ilusionado por empezar a pedalear en dirección hacia los Alpes. Ya, cada kilómetro que hiciese me acercaría un poco más a esas montañas increíbles que me quitan el sueño cada vez que pienso en sus puertos y carreteras. Cargué a Rocinante lo más rápidamente que pude y fui a recoger los croissants que había encargado el día anterior, porque debéis saber que en Francia cuando te registras en un camping, aparte de preguntar por el dinero, te preguntan también si quieres encargar pan o croissants para la mañana siguiente. Recogí entonces la bollería y la acompañé con un café expreso para después coger la carretera en dirección a Morestel.
Llegué al pueblo con la idea de tomarme otro cafetito en el centro del pueblo para reposar y admirar lo que hubiera que admirar. En el cruce donde se juntaban las carreteras principales de la zona vi una terraza que se adecuaba a mis intereses, así que apoyé la bici en una pared y me senté en la terraza. Teniendo mucho cuidado de no equivocarme en pedir un café con leche, como fácilmente haría en España, pedí mi café expreso, único café asequible que podía pedir en Francia o en Italia si no quería gastarme más dinero en cafés que en campings. Y es que esta lección la aprendí junto con mi primo tres años atrás cuando nos sablaban el dinero por cada café con leche, que puede llegar a costar más hasta tres veces el precio de un café expreso. Es cuestión de conceptos, en España cuando pedimos un café con leche nos lo ponen en un vaso de unos 20cl, tamaño caña. Sin embargo en Francia sobre todo cuando pides “caffe au lait”, café con leche, te ponen un tazón típico de cereales nuestro con la misma cantidad de café que el de un café expreso y el resto de leche. ¡Con dos cafés con leche allí se ventilan un bric entero!

Morestel se encuentra coronado por una gran torre medieval que se desde lejos, a la cual me acerqué a ver y gracias a eso descubrí en una plaquita que el pueblo era el enclave más importante del País de los Colores de Francia. Por él habían pasado muchos pintores y era famosa por el gran número de exposiciones que acogía, yo como iba con la bici no iba a entrar en ninguna pero paseando por las calles, empujando más bien la bici cuesta arriba, encontré La Maison Ravier. Una gran casona que dominaba una de las zonas altas del pueblo y la que supuse que habría sido de algún pintor o alguien famoso ya que estaba muy bien conservada y era destinada a exposiciones y abierta al público. Entré en el gran patio buscando sobre todo una buena panorámica ya que el montículo miraba hacia el Parque Nacional de la Chartreuse, que es un macizo enorme de montañas que conforman el sistema montañoso previo a los Alpes y donde dormiría ese día.










Saliendo de Morestel, siempre dirección Este, alcancé el rio Ródano, el rio más caudaloso de Francia, que nace en los Alpes suizos y muere en el mediterráneo, formando un delta y marismas similares al formado por el Guadalquivir en Doñana y que es también parque natural, el Parque natural regional de la Camargue.

Desde hace años en Europa se empezó a tomar conciencia del cicloturismo y de cómo las diferentes regiones de un país se podían beneficiar de este turismo. Para ello se creó un sistema de grandes vías ciclables a lo largo y ancho del continente uniendo todos los extremos. Se creó lo que se conoce como las EuroVélo, que son rutas que unen el Cabo Norte en Noruega con Gibraltar, Lisboa con Atenas, Berlin con Palermo, etc. Se diseñaron rutas aprovechando los carriles bicis ya existentes y se adaptaron caminos y veredas para la circulación de bicicletas donde el contacto con vehículos a motor fuera el menor posible. Aunque gran parte de estas rutas no están completas ya que su planificación fue previa a la crisis, si que hay muchos tramos construidos, sobre todos aquellos que bordean los cursos de los grandes ríos. Ríos como el Ródano. Cuya vía EuroVélo es la número 13 y que seguí durante pocos kilómetros ese día porque mi destino no estaba al borde del rio pero que fue digna de mención ya que la vía me permitió desconectar y liberar de la tensión, que aunque ya esté acostumbrado, producen los coches.

Mi destino ese día era llegar a Les Échelles, a 60 kilómetros de Trept. Había decidido hacer caso a mi padre que me había aconsejado comenzar poco a poco, ir subiendo la cantidad de kilómetros cada día y no empezar directamente haciendo días de 100 kilómetros. Pero bueno, eran aun las doce la mañana y aún quedaba bastante hasta Les Échelles. Remonté el río Ródano hasta la desembocadura del río Guiers en él. Desde allí continué hasta Romagnieu donde tuve uno de los momentos más felices de todo el viaje. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto, me puse nervioso de lo feliz que estaba. Paré a comer en un restaurante del pueblo, el cual era poco menos que una aldea, pero claro ya soy perro viejo en esto de los viajes en bici y sé que es mejor pararse a comer en un pueblo pequeño que en uno grande. Los restaurantes que siguen abiertos en las aldeas tienen que ser muy muy buenos y no excesivamente caros para que consigan atraer clientela y ser rentables. Me paré en el primero que vi, y como era de suponer el único que había, cosa que acabo de confirmar con Google Maps. Le Poulet se llamaba, tenía una pequeña terraza con vitrina y aire acondicionado para protegerse del calor que hacía y de la lluvia en invierno. Pero lo más interesante me esperaba dentro, por un lado el lugar se divide en el típico bar de pueblo antiguo que no ha cambiado en siglos y un comedor-museo lleno de recipientes de metal donde recoger la leche de las vacas, además de utensilios del campo como un arado, una hoz, etc. No puedo olvidar al gran pastor alemán que se encontraba echado no en la terraza donde sería de esperar o en el bar, sino en el comedor, bajo una mesa más chica que él y que nos miraba a los comensales con cara de pena esperando recibir algún trozo de nuestra comida. Ese mediodía, el comedor fue compartido por la reunión semanal de las abuelitas del pueblo, todas arregladas y coquetamente maquilladas, por tres albañiles y por mí. Le Poulet merece mención sobre todo por su postre, ¡qué postre señores! Recuerdo que al llegar al postre me dijo algo de un dulce o queso, y como yo no soy muy goloso y me encanta el queso lo tuve claro. Me esperaba un trozo de queso con un poco de pan todo adornado rollo postre con algún tipo de dulce de membrillo u otra cosa, pero lo que de ninguna manera me esperaba fue la tabla de quesos que me pusieron delante. Tuve que preguntar cuanto podía coger porque me sentí un poco violento al no saber cómo reaccionar. No voy a ponerme a nombrar los tipos de quesos porque no sé los nombres pero fue increíble. La tabla medía medio metro de largo por treinta centímetros de ancho y estaba repleta de diferentes tipos de queso. ¡Qué alegría! La verdad es que tuve que contener. Por un lado podría habérmelos comido todos y por otro lado sabía que me pondría malo, así que sintiéndolo mucho solo los probé todos y no acabe con ellos.




Estuve gozando en Le Poluet hasta las tres de la tarde, después de dos horas comiendo salí de allí con fuerzas renovadas y sintiéndome pesado como un tonel. Pero tenía la solución ante tan previsible resultado, unos cinco kilómetros más adelante encontré un prado en cuesta mirando a las montañas y bajo una hilera de árboles extendí la esterilla y me puse la mochila de almohada. Y allí en una sombra, rebosando de felicidad por el queso, la brisa y las vistas me eché una siesta que ni el mismo rey en su palacio.





Pasó el calor y con él bajó la comida. No estaba ya lejos de Les Échelles pero lo que me quedaba no era fácil. Desde donde estaba se veía a lo lejos una barrera pétrea formando la puerta de entrada a la Chartreuse y conforme seguías con la vista las montañas hacia el sur aparecía un tajo enorme en esa cordillera, era la Gorges de Chailles, la garganta de Chailles. El rio Guiers bajaba por esa garganta desde Les Échelles y yo tenía que subir por la carretera paralela. Era la primera cuesta decente del viaje, una cagada en comparación con lo que vendría el día siguiente, y el siguiente, y el siguiente, y …. Pero era la primera y sudé la gota gorda remontando cada metro de esa garganta y el único consuelo, aunque también fue suficiente, fueron las vistas. Ya estaba metiéndome en las montañas y el viaje se empezaba a parecer a lo que yo me había ido imaginando los meses anteriores. Finalmente, la garganta se abrió y dio paso a Les Échelles, en un valle enorme rodeado de montañas cuyos picos no tenían nada que envidiar a los de los Alpes. Pero no eran los Alpes, eran la Chartreuse y escondían otro secreto en su interior que descubrí el día siguiente.




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