domingo, 17 de septiembre de 2017

Crónica de un viaje alrededor de los Alpes, parte 1

No me gustan los aviones, no me gusta volar, me pone muy nervioso el traqueteo del avión al despegar, esa sensación de no ir totalmente paralelo al suelo cuando el avión está cogiendo altura. Además en ese tiempo entre el que despega las ruedas del suelo y logra estabilizarse cualquier pequeña bolsa de aire hace que se me encoja el estómago como cuando estás en una montaña rusa y notas que tu cuerpo está bajando a una velocidad y te da la sensación de que tu estómago aún no ha cogido la misma velocidad, supongo que en verdad son los ácidos dentro del estómago los que producen esa sensación de ir a una diferente velocidad y que se te encoja el alma.

De cualquier manera estaba ya montado en el avión y me había tomado mis correspondientes pastillas para los nervios para poder volar. Ese día además no cometí el fatídico error de tomarme una cerveza comiendo mientras esperaba el avión. Error que había cometido justamente un mes antes cuando volaba hacia Toulouse para asistir al festival Rio Loco. Ese día estaba igual de nervioso y pensando lo tenso que estaba me tomé la cerveza, olvidando por lo tanto que las pastillas no se podían mezclar con alcohol. A punto estuve de no volar por miedo a que las pastillas y el alcohol se mezclasen produciendo un efecto secundario y dándome aun mayor ansiedad. Por tanto si quería ir al festival tenía que volar sin las pastillas. Así que me fui mentalizando y estuve todo el tiempo desde que me tomé la cerveza hasta que me monté y me bajé del avión diciéndome a mí mismo “échale huevos” y repitiendo tres canciones seguidas, algo más de tres horas estuve así, la verdad es que no me sirvió de mucho porque volé con el corazón en un puño y repitiéndome a mí mismo que si me volvía a pasar lo de la cerveza o no iba al festival o iba por tierra aunque hubiera pagado el billete.




Un mes más tarde, en el aeropuerto otra vez, en el avión, sentado en mi sitio, saqué la caja de las pastillas y me tomé dos de golpe, la que me tocaba esa vez y la anterior, no iba a haber sustos esta vez y además no solo estaba nervioso por el avión sino por el viaje en general. Los viajes largos y cualquier cosa que implique salir de mi rutina han provocado siempre dos emociones contrarias en mí, que depende de la cantidad de café que lleve encima afloran con mayor o menor fuerza. Por un lado es la euforia y adrenalina que se desata al emprender una nueva aventura hacia algo que generalmente es desconocido para mí y por otro lado es la duda que me surge de verme capaz a resolver y enfrentarme a todas las dificultades que se presentarán, el miedo a encontrarme solo y a no tener la fuerza mental que se requiere para continuar. En cualquier caso como he dicho antes la adopción de una u otra actitud suele depender de la cantidad de café que haya tomado. Así que conociendo este hecho suelo tener la capacidad de revertir una u otra situación con un cafetito expreso que tanto nos gustan a mi padre y a mí.

No recuerdo a qué hora llegué a Lyon pero era ya bien entrada la noche, probablemente era uno de los últimos vuelos que llegaron porque no quedaba casi nadie en el aeropuerto y todas las ventanillas y tiendas estaban ya cerradas. Durante los días previos al vuelo previendo lo tarde que llegaría había estado mirando lugares donde poder dormir, en el propio aeropuerto había al menos tres hoteles, de los tres solo uno de ellos me pareció aceptable por el precio teniendo en cuenta que yo solo lo quería para dormir unas horas ya que al alba me levantaría deseando salir y comenzar el viaje con la bici, sin embargo también pensé que dormir en el aeropuerto con el saco de dormir y la esterilla no era tan mala idea, no era la primera vez que lo había hecho y tampoco sería la última así que no llegué a reservar ningún alojamiento para esa noche. Pero como ya he dicho todo cambia cuando uno piensa las cosas con café y sin café, o descansado y sin descansar, y esa noche reventado como estaba de la tensión del vuelo pues pensé que no era tan mala idea descansar en una cama y empezar mañana después del desayuno, después de todo no me faltarían días de dormir poco y mal a lo largo del viaje. Así que una vez montada la bicicleta me dirigí hacia uno de los hoteles que había mirado, el más barato del aeropuerto. Sin embargo ya estaréis adivinando que no había habitaciones, evidentemente, esta fue la primera de las muchas veces en las que Murphy hizo valer su ley. Me encanta esa ley, la ley de Murphy, aquella que dice que si algo puede salir mal, saldrá, le suele dar un toque especial a las cosas.

Bueno pues no pasa nada, volví al plan original y gracias a Murphy conocí al pequeño Abdullah, que gracioso… y que cabrón. Me dio la noche, la verdad. Os cuento, eran la una y algo de la noche, el aeropuerto estaba ya bastante silencioso y prácticamente todos los que estábamos en él habíamos decidido reposar nuestros cuerpos, ya fuese cada uno sobre su maleta, un asiento o un pequeño colchón hecho con algún abrigo. Yo llevaba mi saco, esterilla y tienda. La tienda no la monté porque era de piquetas. Pero sí que desenrollé esterilla y saco y me dispuse a echar una cabezada de al menos cinco horas antes de que los primeros vuelos empezasen a embarcar. Tenía un sitio perfecto, un lugar estrecho que no llevaba a ningún lado, de apenas un metro y medio de ancho por tres de largo, lo ideal para meter la bici y taponar la entrada al pequeño pasillo con la esterilla y el saco, una zona poco iluminada y con pocos asientos cercanos. Pocos, pero no los suficientes al parecer, porque al cabo de un par de horas llegó la familia del pequeño Abdullah. Ellos eran cuatro, el pequeño Abdullah de dos años aproximadamente, su hermano de unos doce años, su hermana de otros doce años y su madre. No pierdo la cabeza si la apuesto diciendo que Abdullah era el único que no tenía sueño en el aeropuerto. Dos y solo dos horas me permitió dormir el que se autocoronó rey del aeropuerto aquella noche, Abdullah I de Lyon. El pequeño tirano comenzó su reinado corriendo por el pasillo cercano, gritando y balbuceando unas cuantas palabras mal pronunciadas que solo su madre parecía entender. Cuando Abdullah se alejaba demasiado su madre siempre atenta mandaba alguno de sus otros esbirros a por el rey, el cual expresaba su desacuerdo gritando aún más fuerte y golpeando todo lo que encontraba a su paso, hasta que volvía cerca de su madre donde sus hermanos se desentendían de él y este volvía a explorar todos los terrenos circundantes, creando un bucle en el espacio tiempo donde yo me quedaba medio dormido cada vez que Abdullah se alejaba lo suficiente y volvía a despertarme cuando sus hermanos lo traían. Así pasé otras dos horas, cabreándome poco a poco más conmigo mismo por no haber reservado el hotel cuando tuve tiempo hasta que me di cuenta de que no tenía sentido continuar luchando contra el rey por lo que me levanté, volví a cargar las cosas en la bicicleta y me lancé a la búsqueda de algún sitio para desayunar. Afortunadamente ya estaban abriendo las cafeterías en el aeropuerto, y calculé que en lo que tardaba en desayunar el sol comenzaría a asomarse por los ventanales.


1 comentario:

  1. El amanecer te regaló una bella imagen para comenzar tu aventura y poder contarla de forma tan bella, besos

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