miércoles, 27 de septiembre de 2017

Crónica de un viaje alrededor de los Alpes parte 5



Decidí descansar dos noches en el albergue por varias razones. Por un lado el Col de Porte me había pasado factura, no me lo esperaba tan duro, y en verdad no lo era, así que mejor dicho esperaba haber estado más en forma. Por otro lado era 13 de Julio, y el día siguiente sería la fiesta nacional de Francia, la celebración de la toma de la Bastilla en 1789 y en Grenoble y alrededores esa fiesta toma aún más significado que en el resto de Francia ya que el castillo de Vizille, a menos de 10 kilómetros de Grenoble, es considerado como la cuna de la Revolución Francesa. Fue en ese castillo donde se reunió la asamblea que promovió el inicio de la Revolución y debido a esto alberga el Museo de la Revolución Francesa. Y por último otra razón de peso fue que como hacía dos veranos había estado haciendo un curso de francés en Grenoble de un mes, me apetecía pasar un poco más de la típica noche de reposo y poder pasear otra vez por las calles y asistir a la celebración de la fiesta nacional en el parque Paul Mistral de Grenoble.


El albergue de Grenoble, situado en verdad en el pueblo absorbido por la ciudad de Échirolles, era nuevo. Había sido abierto ese mismo año si no recuerdo mal y como ya he dicho estaba regentado por Julien. Julien hablaba español y además tenía ganas de practicarlo así que estuvimos hablando un buen rato durante la cena en el jardín del albergue. Jardín por cierto bastante remarcable porque tenía vistas al Vercors, uno de los tres macizos que rodean la ciudad de Grenoble. Por un lado estaba la Chartreuse al Norte, lugar por donde había venido. Al Este estaba el macizo de la Belledone y al Oeste y al Sur cerraban el Vercors. Las montañas en esta ciudad están muy cercas e imponen muchísimo. En el lado de la Chartreuse por ejemplo se puede ver en lo alto por la noche una fila de luces, estas luces al principio cuando las vi, hace ya dos años desde la residencia, pensé que eran casas o algún pueblo en la cima. Pero no. Como en casi todos los valles alpinos franceses, el valle se encontraba dominado por fuertes en las posiciones más estratégicas, y esas luces eran precisamente uno de esos fuertes. Este fuerte concretamente era el Fort de Saint-Eynard, a más de mil metros sobre el nivel de la ciudad pero relativamente cerca en distancia. Desde Grenoble si miras hacia el Fort de Saint-Einard ves que la única forma de acceder a él es desde su espalda ya que de frente lo que encuentras son casi quinientos metros de roca vertical donde ningún árbol o matorral ha conseguido agarrar. Un poco a la izquierda, sobre otro promontorio pero mucho más bajo que el anterior, la ciudad está defendida por el Fort de la Bastille. Aunque los dos están totalmente adaptados al turismo, el de la Bastille es más accesible ya que no hace falta coger la carretera para llegar a él. Desde el centro de la ciudad se toma un pequeño teleférico que nos lleva directos al fuerte. Las vistas son bastante chulas desde los dos pero yo le tengo especial cariño al Fort de Saint-Eynard porque me costó tres intentos llegar a él con la bici, hacía ya dos años. La euforia que sentí ese día, la alegría, es difícil de explicar. Recuerdo alcanzar la cima y ponerme a gritar y unos turistas que llegaban con el coche aplaudiéndome y felicitándome. En cada uno de los dos intentos anteriores había tenido que dar la vuelta con una sensación de derrota increíble. Pero cuando volvía a la cama después del palizón en las piernas pensaba mañana sí que sí.

Fuerte Saint-Eynard, 2015


Los dos días en Grenoble se pasaron rápido. Por la mañana en la ciudad y por la tarde en el albergue. Muchos de los albergues son tan confortables que no invitan a visitar las ciudades en las que están, entre otros tendría que recalcar este de Grenoble, el de Florencia y el de Arles.  Están tan bien acondicionados o en parajes tan bonitos o tienen jardines tan entrañables que llegas a perder el interés en la ciudad. En parte por el cansancio también es verdad.

Aún no he hablado de los libros que me han acompañado durante el viaje, y la verdad es que son parte importante de la ruta. Siempre lo han sido e intento escogerlos a conciencia para que signifiquen algo. Hace ya tiempo que las novelas no me interesan mucho ya que no suelen ser los escritores los protagonistas de sus libros. Decidí buscar libros que fuesen autobiográficos, me da igual que estén novelados, pero principalmente que sean autobiográficos. A la hora de elegirlos también quise tener en cuenta que estuvieran relacionados de alguna manera con los lugares por los que iba a pasar. Es decir, y basándome en el plan original, todos los países europeos de la cuenca mediterránea. Con estas premisas fui antes de empezar el viaje me puse a buscar al menos dos libros. Fue al poco de empezar a buscar que me topé con un libro de Primo Levi, no había leído mucho de él anteriormente, tan solo unos relatos cortos. Pero encontré un libro que me llamó mucho la atención. Si esto es un hombre se titulaba. Brutal. El libro es una descripción del holocausto y de los campos de concentración nazi, concretamente del de Austwitch donde fue recluido hasta el final de la guerra. Levi cuenta con todo detalle los días que pasó allí, y cómo logró sobrevivir. Lo leí principalmente por las noches antes de dormir. Leía un capítulo al día porque quería digerirlo bien. Quería que no fuese un libro que lees en una tarde y no lo vuelves a tocar. Estos libros hay que leerlos poco a poco para interiorizar lo que cuentan.

El otro libro que me llevé y que coincidió magníficamente con la vuelta fue Homenaje a Cataluña, de George Orwell, sobre la experiencia del autor en la guerra civil y el experimento de anarquismo que se vivió en Cataluña en esos días y que aún hoy tiene algunos sucesores. No solo describe los horrores de la Guerra Civil, también habla sobre los españoles y la difícil relación que siempre ha habido aquí, siempre con la necesidad de elegir entre dos bandos, ya sea monárquico o republicano, religioso o ateo, nacionalista español, vasco, catalán o gallego, etc, y que desgraciadamente nos hace perder la cordura a la población. Siempre me ha parecido interesante leer sobre la Guerra Civil pero desde el punto de vista de los extranjeros ya que la mayoría de ellos no han sufrido por ella y tienden a ser más imparciales.

En cualquier caso, no solo llevaba esos dos libros, también tenía otro sobre la guerra Irak, Las golondrinas de Kabul, de Yasmina Khadra; y otro sobre la segunda guerra mundial, Suite francesa de Iréne Némirovsky. Estos dos libros no me dio tiempo a empezarlos ya que evidentemente con el cansancio que fui acumulando los días sucesivos tampoco tenía la cabeza para leer mucho.

La noche del 14 de Julio acudí al parque Paul Mistral a ver los fuegos artificiales de la fiesta nacional y me volví pronto al albergue ya con ganas de dormir y levantarme pronto al día siguiente.


Me desperté temprano, desayuné rápido y me fui. La bici llevaba dos días guardada en el garaje y me alegró ver que aún seguía allí. Llegué a Vizille para un café con vistas al castillo. Un hombre se me acercó al ver las alforjas y me deseó buena suerte en francés, bon courage. Courage, esa palabra la oiría miles de veces subiendo la Croix de Fer ese día.

Desde Vizille sale la carretera D1091, la carretera que te lleva a los pies del Alpe d’Huez y del Galibier. Sin embargo no eran mi destino, al menos no en ese momento. El Alpe d’Huez y yo ya eramos conocidos, nos habíamos visto las caras hacía dos años y había sucumbido, no sin dar mucha guerra, ante la imponente fuerza de mis piernas pero el Galibier se había salvado ya que hubo un derrumbamiento en el Grand Tunnel de Chambon. Pero ese año mi idea era desviarme a treinta kilómetros de Vizille, en el cruce que separan Bourg d’Oisan, a los pies del Alpe d’Huez; y Allemond, el punto de inicio de los treinta kilómetros hasta el Col de la Croix de Fer.



Tomé el desvío hacia Allemond, llegué al pueblo a eso de las doce, no era hora de comer pero también era un poco tarde para empezar a subir así que se me plantearon serias dudas sobre lo que hacer. Justo al final del pueblo el camping municipal casi hacia pared con pared con la piscina también municipal, así que empecé a ver como buena solución la de plantar la tienda en el camping y pasar la tarde en la piscina. Con esa intención fui al camping pero aunque para mí no era la hora de comer, para la dueña si lo era así que me dijeron que si podía esperar que ella volvería en un rato. Pues ese rato fue el que necesité para cambiar de idea. Y como el que vuelve un poco para atrás a coger carrerilla para subir una pendiente fuerte yo volví al centro del pueblo a comprar una botella de dos litros de agua, no me fuese a pasar como en el Col de Porte, y fui a comer a un restaurante una hamburguesa que debo de decir que era enorme y que quizás fuese mucho para subir el puerto, pero bueno, ni corto ni perezoso me comí la hamburguesa, y las dos guarniciones, ensalada y patatas. No pude con el postre pero me tomé otro cafetito expreso.

La una y algo de la tarde, el sol en lo alto, calentando casco y cogote, la panza llena, a rebosar, los dos bidones de agua llenos más otra botella de dos litros en las alforjas y por si fuera poco compré para merendar y cenar no fuese a ser que tuviera que hacer noche en la montaña.

La Croix de Fer, la Cruz de Hierro, más de treinta kilómetros para subir desde los 700 metros de Allemond a los 2064 metros de la cima con una pendiente media del 5,7 por ciento y picos del 12 por ciento. Justo antes de emprender la marcha, haciéndole una foto al cartel de la base del puerto había otro hombre, él iba a subirlo dos días después me dijo. Tendría unos sesenta años y me dijo que sufriría y mucho. Le dije que ya había conseguido hacer el Alpe d’Huez dos años atrás y que ese puerto tenía más pendiente. “Tonterías”, me dijo. “Vosotros los jóvenes hacéis fácilmente el Alpe d’Huez porque aunque tenga más pendiente es mucho más corto pero este no lo es”. Pues nada, ya me metió el miedo en el cuerpo. “Courage”, me dijo. Y yo pensé que fácil, este es de los que tiran la piedra y esconde la mano. De todas formas ya había cogido el avituallamiento y estaba concienciado de que iba a subirlo. Así que me puse a pedalear y poco a poco me fui adentrando en la boca del lobo. El sol en lo alto no se escondía detrás de los árboles y a cada giro mi esperanza de que cambiase la sombra se iba al traste cuando me daba cuenta de que no era así. Creo que no llevaba ni siete kilómetros cuando empecé a pensar que quería dar la vuelta y volver a intentarlo por la mañana con menos calor. Intenté quitar de mi mente cualquier pensamiento negativo pero el calor era tan agotador que a los diez kilómetros había acabado los dos bidones de agua y al menos otro litro de la botella de repuesto. Claramente no iba a llegar en estas condiciones al puerto, así que decidí continuar hasta no tener más agua y si no había encontrado un bar o algo hasta entonces me daría la vuelta e iría cuesta abajo hasta el pueblo. Sin embargo no hizo falta, en la foto que había tomado del cartel en la base del pueblo se veía una zona donde la pendiente era nula y luego la carretera descendía. En esa zona, donde la pendiente era nula, la carretera cruzaba un pequeño pueblo con cuatro casas y ¡un bar! Me sentí salvado. Reposé casi tres cuartos de hora en aquel bar, con un Magnum almendrado, un café y una buena dosis de agua. Las vistas del pueblo eran chulísimas, al otro lado de la carretera el precipicio y al fondo un río bajaba con fuerza.

Allí sentado en el bar, mientras mi cerebro se rehidrataba saqué otra vez el móvil y empecé a analizar la foto de la altimetría del puerto. Me puse de mala leche al ver que ahora me tocaba una bajaba y que perdería casi 100 metros en altitud para recuperarlos luego en la subida con mayor pendiente de todo el puerto. Después de eso venían otros cinco kilómetros al 10 por ciento y luego otra zona de descanso, “otro café” pensé.

Con energías renovadas volví a la carga. Mentalizado y concentrado me monté en la bici y en cuando hube dado dos pedaladas escuche un grito en francés detrás de mí. Me giré y vi al hombre que había gritado con mis dos bidones en alto. Fue en ese momento en el que me di cuenta de lo cansado que estaba mentalmente. Volví a por los bidones, le di las gracias a mi salvador y ya sí, enfilé de nuevo la carretera pensando en la bajada-subida.


La verdad es que no recuerdo si llegué a bajarme de la bici y ponerme a empujarla en esa pequeña subida inmediatamente después de la bajada. Bajada por cierto obligada por el rio que se encontraba justo en el cañón del valle.

A falta de dos kilómetros de la zona de descanso que se vislumbraba en el mapa, se alzó en mi camino la figura del Barrage del Lac de Grand Maison, una presa a la que se accedía en dos giros de la carretera y donde me paré a hacer fotos y a descansar.


 Estaba allí arriba, ya sin tanto calor, debido a la altitud y al viento haciendo fotos y se me acerca una pareja y me pide el chico si puede hacerles una. Les hago un par y les devuelvo la cámara y le pregunto lo mismo. El chaval debió de notar que mi francés tenía un acento característico, yo la verdad es que con el cansancio físico y mental que llevaba no me di cuenta del suyo. Pero al momento me dice:

-¡La ostia si eres español!
-¡Sí!, digo yo, ¿tú también?
-¡Ahí va pues claro! ¿De dónde eres?
-De Mérida, ¿y tú?

Por su acento y por la forma de expresarse, una vez que empezamos a hablar en español deduje que era vasco. Me alegró mucho encontrarle allí y me hizo mucha gracia que él estuviese más eufórico que yo por el viaje. Estuvimos hablando un rato y al despedirnos se acercó al coche y volvió con dos plátanos que me dio para que cogiese fuerzas. Hablar con él me dio más fuerza que el café, o los plátanos, y una vez más volví a enganchar la carretera con fuerzas renovadas.



Llegué ya sin muchas complicaciones a un hostal a dos kilómetros de la cima, justo donde la carretera se desvía hacia el Col du Glandon. Hice la parada de rigor y me tomé otro café.

Serían las seis largas cuando alcancé finalmente la Croix de Fer, en su cima evidentemente hay una Cruz de Hierro. Desde allí se ve, a ambos lados del puerto, montañas hasta donde alcanza la vista. Picos y picos de montañas, prácticamente ninguna tenía nieve pero las que aún tenían eran majestuosas y destacaban una barbaridad, en parte por la nieve, en parte porque eran más altas. En la distancia estas montañas adquieren colores que parecen irreales, violetas que solo imaginamos en flores allí bañan las laderas peladas de las montañas. El color de la roca es tan distinto al de las montañas que he conocido siempre en Mérida o en Madrid que no dejo de asombrarme cada vez que me veo rodeado de los Alpes.










En la cima estuve el tiempo justo para recobrar el aliento ya que me estaba quedando helado, pensé que cambiándome de ropa y poniéndome la camiseta seca y el abrigo entraría en calor rápidamente pero no fue así. Y además tenía miedo de que del esfuerzo y del frío empezase a ponerme malo como ya me había pasado alguna que otra vez. Aunque ahora pienso que hubiera sido una idea asombrosa haber montado la tienda de campaña en algún llano del puerto, como ya estaban haciendo otras personas debido a la llegada en dos días del Tour de France; en ese momento pensé que ya tenía suficiente de montaña y de pasar frio y que lo mejor sería bajar hasta algún pueblo lo suficientemente bajo para no congelarme por la noche en la tienda de campaña. Con esa idea comencé a bajar las curvas de la carretera, cuyo valle estaba totalmente metido ya en sombra, hasta Saint Jean de Maurienne y el Camping des Grands Cols.

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