lunes, 25 de julio de 2016

La belleza del sur

“La ciudad es bella. Tiene belleza en la vejez de edificios, en el caos de su tráfico y en el bullicio de sus mercadillos” fue la primera sensación que tuve de ella. Llevaba diez días en la ciudad y podía sentir cómo poco a poco mi vida se estaba adaptando a una rutina ordenada dentro del desorden de Sicilia. 



Vivir en un albergue estaba resultando más fácil de lo que pensaba, el hecho de estar conociendo continuamente a gente, que llegaban y partían de diferentes partes del mundo, que compartían sus experiencias conmigo y estaban abiertas a lo que yo pudiera contarles suplía de manera extraordinaria la necesidad de un espacio personal, una burbuja, dentro de aquel ir y venir de viajeros. De cualquier manera, ya había encontrado en esos días lugares a los que poder llamar míos, lugares donde sentirme en paz y libre para poder reflexionar. Lugares como la Biblioteca Nazionale servían a este propósito, con sus techos altos, construida para gigantes, daba una sensación de inmensidad y tranquilidad en el que cualquier suspiro se perdía por los grandes ventanales que daban al claustro del antiguo edificio. Las mesas amplias de madera daban cabida a diez usuarios cada una y sin embargo nunca eran ocupadas por más de una persona. Incluso sentado en mitad de la sala, el respaldo de las altas sillas de madera de los puestos a mi alrededor, generaban en mí una sensación de encarcelamiento, o si no de protección y seguridad ante las miradas escasas y furtivas de los demás usuarios.



No todo en el albergue era bullicio y diversión, es más, predominaba la tranquilidad y la calma entre los viajeros. Como si de una gran familia se tratase, a la llegada de miembros nuevos a la comunidad las presentaciones se realizaban sin timidez. Los huéspedes más antiguos realizaban la labor de cohesión dentro de esta sociedad, presentando y aconsejando a los recién llegados sobre los encantos de la ciudad.

Palermo, la capital de Sicilia, la región más meridional de Italia, era una de las puertas de Europa por donde durante siglos habían llegado inmigrantes atravesando el Mediterráneo desde las costas africanas. Sicilia se había convertido en un país mestizo, donde las raíces cristianas y musulmanas de diluían. Ejemplo de ello era su catedral, la cual presentaba una mezcla de arquitectura árabe y normanda.



En aquellos diez primeros días, el objetivo de mi estancia allí aún no estaba claro. No había visto aún a Cristina y todo apuntaba a que tendría que esperar al menos otra semana más. Como si de una reina se tratase, se hacía de rogar para poder verla. Yo tampoco le reprochaba nada, después de todo era yo quien había acudido a verla sin que ella me lo pidiese. Quizás estos actos en un mundo dominado por relámpagos de información, en el que todo tiene que ser rápido, expreso; los grandes sentimientos no tienen cabida, las grandes historias de amor habían pasado de moda, eran cosas de siglos anteriores, Casablanca no se volvería a repetir y yo estaba allí pretendiendo recuperar un amor efímero de un verano ya acabado.