sábado, 24 de enero de 2015

Una lluvia de pétalos

Y la luz del día se desvaneció de repente,
y el tiempo se paró en seco,
y no sabía si aquello era real,
me sentía en éxtasis.
Y como si una lluvia de pétalos de tulipán naranja
hubiera invadido la habitación,
yo te miraba,
con los ojos abiertos como platos,
fascinado por tu belleza,
deseando que todo tu ser
se quedase grabado en mi retina.

En aquella tenue oscuridad de la noche
tu silueta se mostraba ante mí
como el de la diosa Artemis,
y yo, intimidado ante semejante escultura,
cerré los ojos,
abriéndolos rápidamente de nuevo
temiendo que fuese un sueño;
mas era cierto, estabas ahí,
podía tocarte y sentir tu piel;
tus manos, frías como el mármol,
se quedaban entre las mías
buscando todo el calor en mi cuerpo.

Pero eran tus ojos la llama,
que consumiendo todo el oxígeno a mi alrededor,
me dejaba con cada mirada,
absorto y sin respiración.
Y el latir del corazón
se paraba de golpe;
y al instante, Hefesto,
volvía a golpear con fuerza su martillo
contra el yunque que es mi pecho
acelerando el palpitar
del órgano capital
y regando de nuevo
de sangre todo mi ser.

Y yo, quemándome por dentro,
sentía el calor de tu presencia,
y valiente, me acercaba un poco más,
sintiendo arder mi cuerpo por tu alma,
fundiéndose con la mía.

Y una caricia,
y un beso,
y una sonrisa,
… y la lluvia,
y los pétalos.

Y nuestros dos cuerpos,
se derretían juntos ya,
unidos en una misma llama,
visible tan solo para nosotros.

Hasta que nos adentramos en un mar de amor
donde las olas encrespadas
que formaban nuestras espaldas
recorrieron toda la superficie de la cama,
rompiendo la espuma del alma
en un grito interior
aplacando el fuego del deseo
y devolviéndonos dulcemente
a ese estado de éxtasis
que produce el amor
donde todo cae
como si de una lluvia de pétalos de tulipán naranja
se tratara.
Antonio Espacio García



sábado, 17 de enero de 2015

Aquella noche a bordo del Serenade


Aquella noche a bordo del Serenade, Nicolás paseaba por la cubierta de primera imaginando todo lo que América podría ofrecerle, esbozando el significado de esa tierra prometida, una puerta abierta a los sueños cuyo umbral estaba decidido a traspasar.

A cada paso que daba sobre aquel suelo lustrado de madera, su mente le hacía ascender un peldaño más hacia la felicidad en el reino de Morfeo. Parecía imposible que nada fuera capaz de distraer a este romántico de apenas veinte años; digo casi, porque la visión de una joven dama lo despertó de golpe, volviéndole de nuevo a la realidad.

Era ella. La había visto cenando con sus padres la noche anterior y también esa misma mañana mientras paseaba. Ya entonces se había quedado prendado por su belleza.

La joven se acercó con gracia a escasos metros de él. Apoyó su mano izquierda sobre la barandilla mientras balanceaba un pequeño paraguas con su derecha. Un vestido azul celeste ensalzaba su figura. Nicolás lo envidió, queriendo ser él para rodearla; y casi sin darse cuenta, soñador como era, volvió a evadirse lentamente. Fantaseó con ella paseando por las calles de París, abrazados bajo el pequeño paraguas; él le retiraba su pelo húmedo de la frente y la besaba, un beso suave y tierno. Jugó también a adivinar su nombre; quizás Irene, Laura o Amalia… Tal vez Olga. No importaba. La llamaría Beatriz. En el café de la Gare St. Lazare ella reía, le acariciaba la mano y le decía cuánto lo quería mientras él le recitaba un poema de Gustavo Adolfo Bécquer, romántico español a quien tanto admiraba.

                                    … yo me siento arrastrado por tus ojos
                                    pero adónde me arrastran no lo sé.

La coqueta mirada de Beatriz entornó en ese instante los ojos, ruborizándose. Se querían.


De repente, una ligera sacudida del barco lo volvió a sacar de su estupor. Ahí seguía ella, oteando el horizonte. Nicolás pensó en averiguar el origen del temblor; pero antes deseaba tocarla, inhalar su perfume, decirle algo quizás. No, eso no; demasiado valiente para un alma tan huidiza. Se conformaría con lo primero. Caminó hacia ella simulando estar distraído y rozó sutilmente su mano. Todos los pelos de su cuerpo se erizaron de placer; un placer tan simple y primitivo pero a la vez tan confortable. Una noche para recordar, pensó Nicolás.



Febrero 2012
Antonio Espacio